lunes, 24 de agosto de 2009

Cuando el último suspiro abandona

El silencio dominaba la sala común donde diez camas estaban ocupadas. Los pacientes agonizaban entre gritos sordos. Algún robot, blanco inmaculado como lo eran las paredes y con su identificación escrita en rojo sobre su cuerpo central, entraba y salía para comprobar el estado de esos hombres. Todavía no eran herramientas muy avanzadas, aunque lo bastante eficaces para encargarse del cuidado humano.

En el fondo de la sala, en la última cama, un hombre de edad ya avanzada y por el cual la tecnología no significaba nada -notable por como era de desagraciado su estado físico- sufría un paro en el corazón que ni la corriente que le era aplicada resultó suficiente para salvarle la vida.

Junto a aquel pobre recién fallecido, otro hombre más joven y tranquilo, de estado estable, sostenía en sus manos una pantalla fina como lo era una hoja de papel, con la última actualización de la noticias, datadas del 9 de mayo de 3027. Frente a él, una mujer dormía poseída por el dolor de todas las heridas que tenía a lo largo y ancho de todo su cuerpo.

Hombres y mujeres entraban en la sala. Otros hombres y mujeres salían de la sala. Esposas, maridos, hijos, amigos, amantes, doctores, periodistas con sus aparatos de grabación, hombres encargados de retirar a los que ya habían dejado escapar su último suspiro de vida, otros hombres que controlaban unas camillas aerostáticas llevando más afectados de la pandemia a las camas que iban quedando libres...

No pasaban más de tres días seguidos con las mismas personas tumbadas en esas colchas incómodas.

La gente moría día tras día.

Dos jóvenes enfundados en uniformes blancos, con el mismo corte de pelo reglamen-tario y perfectamente sincronizados en sus movimientos -como lo eran todas las parejas de trabajadores de aquel edificio- entraban con un señor ya mayor, carcomido por la edad, el alcohol y la lujuria, con la mirada clavada en el techo agrietado y sin capacidad de moverse, seguido de todo un ejército de mujeres: tanto jóvenes como ya algo mayores.

Frente a la puerta corrediza de movimiento automático, reposando la espalda en la pared del pasillo en frente de aquel cubículo donde vidas y más vidas se entremezclaban, se iban o se perdían, un hombre de aspecto devorado por el cansancio observaba con un brillo de decepción en los ojos. Sus labios mostraban inconformidad, y su rostro en general dibujaba preocupación.

Una mujer de bastante menos edad que aquel retrato de la preocupación se acercaba con paso decidido, sosteniendo otro tipo de pantalla con la misma actualización que se les ofrecía cada mañana a todos aquellos desgraciados que acababan en la sala terminal.

Alargó el brazo, colocando justo a la altura de los ojos de aquel al que iba a ver, mostrando el titular que había escrito.

-Ya conozco los titulares, no necesito que nadie de la Federación me lo enseñe -le espetó sin apartar la mirada de aquellas puertas transparentes.

-La gente muere, Doctor Taylor.

-Bastante bien lo sé. Mire Usted esta sala que tenemos aquí. Diez camas no son suficientes para ellos, y son sólo los que van a morir pronto, demasiado pronto.

-Haga algo, entonces, ¿o acaso resulta que es un inepto?

-No señorita. Todos ustedes saben de sobras que yo no puedo hacer nada. La gente muere y yo lo presencio. Veo mujeres que entran en la sala como esposas y acaban saliendo de ella como viudas. ¿Cree usted que es un espectáculo digno de ver? Porque no es así. Y yo no puedo hacer nada por ellos...

1 comentario:

  1. me acuerdo de esto ^^ bonitoo *.* porque recuerda a ender ^^

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