jueves, 15 de abril de 2010

Mocadors blancs a l'horitzó

I mentres el vaixell es disposa a creuar la línia que separa aquest indret de l’infinit, la lluna banya les aigües calmades que reposen adormides esperant un nou dia. I jo busco dins la meva butxaca, desesperadament i sense retirar la vista de l’horitzó, un mocador blanc com el color de les estrelles. L’aixeco al vent, i balla al compàs de la simfonia d’una nova vida. I mentre jo segueixo agitant el mocador encara que elles no el puguin veure, sé que pensen en nosaltres com jo en elles. Tanmateix, el vaixell ja desapareix de la nostra vista i la lluna deixa pas als primers raigs de Sol, que deixen enrere una història com tantes altres que ja s’han oblidat. Si més no, una sabia persona em digué un dia que res no cau mai en l’oblit encara que no ho puguis recordar...

domingo, 3 de enero de 2010

Yo soy nadie

Soy monstruo inteligente incapaz de soportarlo; un trágico error en el cosmos; la sombra que camina en el vértice de un triángulo, proyectándose en mundos opuestos a su paso, con miedo a caer y miedo a seguir de pie; soy un tumor en la alegría de algunos, y un grano de pus en el culo de otros; soy música, soy silencio; soy la partitura que nadie consigue dibujar; soy un pingüino que detesta el pescado; soy la niña pequeña que le pide peras al olmo, no las acepta y se las da al manzano; el llanto de un recién nacido al que nadie le ha explicado por qué ha tenido la desgracia de nacer; soy la ola que un escritor fracasado contempla; soy quien no se queda en los ojos y penetra en lo más hondo de una mirada; pequeña observadora que no pierde ni un detalle, ateniéndose a las consecuencias a las que le puede llevar; creo ser una asesina potencial en un futuro; puedo ser el peluche que te acompaña en las noches de tormenta, sólo tienes que pedirlo y apreciarlo; soy un agujero del colador; el dramatis personae de mi mente; yo soy nadie, y nadie es yo.

domingo, 18 de octubre de 2009

Dramatis Personæ

Y es que ellos no tienen sus problemas. Ni tienen ocasión de sentirse marginados o maltratados, ni desgraciados ni desdichados, porque ellos son blancos y la sociedad los acepta.

Pueden ir al instituto y mostrarse prepotentes, y saber que a sus compañeros les va a gustar y ellos se sentirán realizados creyendo en su interior que son líderes. Podrán entrar en auto-cine sin problemas, porque saben que el hombre al que le tienen que pagar las entradas de los pocos que no irán escondidos en el maletero como polizones les sonreirá y les deseará que disfruten, y que al ir a comprar palomitas podrán flirtear con la pobre chica que tendrá que pasar un sábado noche trabajando.

Porque ellos pueden hacer eso y mucho más.

Y saben que si cualquier chico de los que están en ese momento corriendo y sudando para poder mostrar que también son humanos, que viven y tienen sentimientos, hiciera algo de lo que ellos tienen total y absoluta libertad serían condenados y sufrirían abusos, porque los blancos protegen a los blancos, y los negros simplemente sufren su impuesta condena por negros y odiados. Cada uno en sus propios círculos, y pobre del que se salga.

Por este motivo, creyéndose superiores, muestran sus viles caras donde Turner y sus amigos pueden intentar ser felices por unas pocas horas, amargándoles su día a día.

Porque así somos los humanos. Nos levantamos por las mañanas sin saber que nos depararán las siguientes horas antes de volver a dormir. Nos vestimos y nos erguimos para mostrar una falsa seguridad en nosotros mismos. Amamos y odiamos, subimos y bajamos, vamos y volvemos, gritamos y callamos, siguiendo lo que nos escribe la sociedad y el corazón.

Porque Turner, Jeff y sus amigos, enemigos, amantes, familias, etc.; tú, pobre y desgraciado lector que aguantas esto, y los tuyos; yo misma que lo escribo y los míos; todos y a la vez nadie tejemos un triste dramatis personae de un drama coral al que alguien tuvo la maquiavélica idea de llamar Vida Humana.

lunes, 24 de agosto de 2009

Cuando el último suspiro abandona

El silencio dominaba la sala común donde diez camas estaban ocupadas. Los pacientes agonizaban entre gritos sordos. Algún robot, blanco inmaculado como lo eran las paredes y con su identificación escrita en rojo sobre su cuerpo central, entraba y salía para comprobar el estado de esos hombres. Todavía no eran herramientas muy avanzadas, aunque lo bastante eficaces para encargarse del cuidado humano.

En el fondo de la sala, en la última cama, un hombre de edad ya avanzada y por el cual la tecnología no significaba nada -notable por como era de desagraciado su estado físico- sufría un paro en el corazón que ni la corriente que le era aplicada resultó suficiente para salvarle la vida.

Junto a aquel pobre recién fallecido, otro hombre más joven y tranquilo, de estado estable, sostenía en sus manos una pantalla fina como lo era una hoja de papel, con la última actualización de la noticias, datadas del 9 de mayo de 3027. Frente a él, una mujer dormía poseída por el dolor de todas las heridas que tenía a lo largo y ancho de todo su cuerpo.

Hombres y mujeres entraban en la sala. Otros hombres y mujeres salían de la sala. Esposas, maridos, hijos, amigos, amantes, doctores, periodistas con sus aparatos de grabación, hombres encargados de retirar a los que ya habían dejado escapar su último suspiro de vida, otros hombres que controlaban unas camillas aerostáticas llevando más afectados de la pandemia a las camas que iban quedando libres...

No pasaban más de tres días seguidos con las mismas personas tumbadas en esas colchas incómodas.

La gente moría día tras día.

Dos jóvenes enfundados en uniformes blancos, con el mismo corte de pelo reglamen-tario y perfectamente sincronizados en sus movimientos -como lo eran todas las parejas de trabajadores de aquel edificio- entraban con un señor ya mayor, carcomido por la edad, el alcohol y la lujuria, con la mirada clavada en el techo agrietado y sin capacidad de moverse, seguido de todo un ejército de mujeres: tanto jóvenes como ya algo mayores.

Frente a la puerta corrediza de movimiento automático, reposando la espalda en la pared del pasillo en frente de aquel cubículo donde vidas y más vidas se entremezclaban, se iban o se perdían, un hombre de aspecto devorado por el cansancio observaba con un brillo de decepción en los ojos. Sus labios mostraban inconformidad, y su rostro en general dibujaba preocupación.

Una mujer de bastante menos edad que aquel retrato de la preocupación se acercaba con paso decidido, sosteniendo otro tipo de pantalla con la misma actualización que se les ofrecía cada mañana a todos aquellos desgraciados que acababan en la sala terminal.

Alargó el brazo, colocando justo a la altura de los ojos de aquel al que iba a ver, mostrando el titular que había escrito.

-Ya conozco los titulares, no necesito que nadie de la Federación me lo enseñe -le espetó sin apartar la mirada de aquellas puertas transparentes.

-La gente muere, Doctor Taylor.

-Bastante bien lo sé. Mire Usted esta sala que tenemos aquí. Diez camas no son suficientes para ellos, y son sólo los que van a morir pronto, demasiado pronto.

-Haga algo, entonces, ¿o acaso resulta que es un inepto?

-No señorita. Todos ustedes saben de sobras que yo no puedo hacer nada. La gente muere y yo lo presencio. Veo mujeres que entran en la sala como esposas y acaban saliendo de ella como viudas. ¿Cree usted que es un espectáculo digno de ver? Porque no es así. Y yo no puedo hacer nada por ellos...

martes, 30 de junio de 2009

Lágrimas sobre un piano antiguo

Al abrir los ojos, tras una pieza corta, se vislumbraban unas lágrimas tímidas y furtivas, que empezaron a deslizarse mejilla abajo. Sollozó. Inés le abrazó.

-Suéltame, que es vergonzoso.

-¿Sabías que cuando llevan a las vacas al matadero, antes se les aplica presión? Sirve para que se calmen. Les baja la presión de la sangre y se relajan. Así que déjame, que ya me cuesta lo mío abrazarte con fuerza, que eres muy grande.

Pedro no decía palabra alguna. Agarraba con fuerza el brazo de Inés,  para que no le dejara ir. Inés apoyó su cabeza en su hombro.

-Venga, cálmate. ¿Qué te pasa, por qué lloras?

-No lo sé...

Pedro parecía débil. Inés le besó en la mejilla con cariño.

-No lo sé. Me ha devuelto muchas sensaciones... recuerdos. Hacía años que sólo tocaba para mí mismo. Siempre me he sentido mal por haberlo dejado. Siempre me he arrepentido, ¿sabes?

-¿Entonces por qué lo dejaste? Realmente tienes talento.

-Yo no sabía que ahora me sentiría así. No soy vidente. No podía ser. Todos los chicos hacían cosas más... Y yo me sentía diferente. Así que lo dejé.

-Nunca debiste haberlo dejado.

-Lo sé. Ahora lo sé.

Pedro lloraba. Con la respiración levemente más pausada, se giró hacia la chica y la abrazó. Ella se sintió extraña, pero también hizo lo mismo. Se mantuvieron juntos hasta que la explosión de sentimientos reprimidos dejó a Pedro respirar con aparente normalidad. La soltó y se levantó. Abrió la puerta y se volvió.

-Lo siento, en serio. Gracias por todo, Inés, gracias. Creo que será mejor que me vaya. Si le cuentas a alguien lo que ha pasado, lo negaré.

-¿Qué ha pasado? Yo ya no me acuerdo –respondió con ironía.

-Gracias por devolverme una de las cosas que más he querido.

domingo, 1 de marzo de 2009

Sus pensamientos en el aire (versión entera)

Entonces él se acerca, así como con prisa. No. Mejor se acerca lentamente. El Sol se ha puesto y hace un poco de frío. Calmado, se sienta en el otro columpio, y me habla. Me habla con esa voz...
-No sé por qué sabía que te encontraría aquí.
Dicho esto, yo ceso el movimiento de mis piernas, y empiezo a descender lentamente.
-Aquí me tienes.
-Hoy no estabas bien,¿verdad?Tus ojos no brillaban así como suelen hacerlo. Y tampoco has llegado a tu número habitual de bromas.
No le replico ni plante ninguna pregunta sobre su comentario. Me emociona que se fije en el brillo de mis ojos. Todo es muy romántico. La Luna me ilumina la cara, y parezco muy serena. Debería rezar para que se parase el tiempo.
-Sí, bueno, suelo refugiarme aquí en días como hoy. Es que me he vuelto a pelear con ella y sentía la necesidad de volar...
Él escucha con atención, y yo sigo con mi relato:
-Cada día está más egoísta. Pero eso es otra historia. Una historia a la que se suman muchas otras historias, hasta llegar al punto de querer hibernar. Pero en lugar de eso, vengo aquí, a tocar las nubes. Porque aquí pienso... es extraño. Es como si pudiera reparar mi corazón, porque hoy me duele el corazón.
-Dichoso corazón. ¿Puedo ayudar en algo?
-No, porque tú eres una pequeña parte de esas historias.
-¿Qué te he hecho?
Quizás no hubiera tenido que decir mi última frase. Pero como en la realidad no se puede volver atrás, sigamos.
-No me has hecho nada. Sólo puede arreglarse desde dentro, con música o algo así, supongo.
-¡Pues déjame entrar y yo lo arreglo!
-Tú siempre has estado en mi corazón.
El columpio ya no se mueve, y soy presa de la situación. Él se levanta, indeciso quizás. Al parecer, su indecisión termina y se acerca a mí. Torpemente deja reposar sus manos en mis rodillas. Está asustado; estamos asustados. Yo escondo la mirada.
-Mírame.
-No puedo mirarte.
-Mírame a los ojos, por favor.
-No puedo.
-¿No eres capaz de mirarme pero sí de admitir tus pensamientos y compartirlos conmigo?
-Sí.
-¡Ni yo soy capaz de eso!
Lentamente levanto la cabeza. Me está mirando.
-Tú lo sabes desde hace tiempo. Sabes que te quiero. Y sabes también que no soy capaz de admitirlo.
Yo le miro a los ojos y un dulce te quiero acorta la distancia entre nuestras bocas. Nuestras frentes se pegan y nos miramos. Él susurra sus dos palabras mágicas. Un beso largo y bonito. Mis manos en su cuello; las suyas en mi cintura; el columpio se balancea.

sábado, 7 de febrero de 2009

Helado

Enfundada en una capa de crema solar, caminabas con tu padre junto al mar. Tenías cuatro años, y tu helado de vainilla bastaba para llenarte de felicidad. Cerca había un grupo de niños que jugaban con una pelota. Con la Eurocopa, habían brotado partidillos por toda la playa. Pero la desgracia acechaba el momento. Una patada demasiado impetuosa envió la pelota directa a tu brazo.
El helado del que tanto disfrutabas fue a parar a la arena y empezó a derretirse con el sol. Las olas irrumpieron en el cucurucho, arrastrando tu felicidad cual barco sin vela. No pudiste evitar romper a llorar.
Tu padre no pudo evitar comprarte otro helado, del que volviste a disfutar.